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El conocimiento, motivo de alegría – Entrevista a Dora Barrancos

El conocimiento, motivo de alegría – Entrevista a Dora Barrancos
Dora BarrancosEntrevista realizada por Guadalupe Treibel

«En general, el discurso científico -en el mundo- tiene mucha opacidad. Parece luminoso por los resultados que brinda, pero es opaco respecto a reflexiones sobre sus condiciones de posibilidad, sus alcances, etcétera. Hay cuestiones muy inconmovibles, muy apegadas a formulaciones positivistas -por más disensos que tenga la propia ciencia-«.

Directora por Ciencias Sociales y Humanidades del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), licenciada en Sociología y doctora en Historia, docente, Barrancos es autora de Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos, La escena iluminada. Ciencias para trabajadores y Mujeres entre la casa y la plaza, por citar unas pocas obras. Es responsable, además, de capítulos que abogan por la plena inclusión de las mujeres en el sistema científico, tema que la ha ocupado junto a otros de peso, como la historia de la educación, el erotismo, el anarquismo, el sufragio femenino… Miembro del grupo consultor de GenderInSITE, Dora repasa el estado de situación en Ciencia y Técnica y los desafíos vigentes, entre otras cuestiones.

Si bien se registra un mayor número de investigadoras femeninas en ciencias en Argentina, sigue habiendo una deuda fuerte de representación en ciertas áreas ¿A qué crees que se deba?

– Creo que el mayor número tiene que ver con el impulso demográfico de la educación superior en el período posdemocrático. Hoy día la Universidad de Buenos Aires está casi al 60% de población femenina; fuera de lo que serían las Ciencias Sociales, se habla de feminización de la Medicina; de feminización de la Biología… Lo que habría que analizar es qué impulso ha tenido la educación superior y, sobre todo, las becas doctorales. Luego, por esa sensibilidad de responsabilidad, hay un egreso con número mayor de mujeres y en mejores condiciones de calificación. Y si bien es cierto que hay un gap (una brecha) en algunas áreas entre la filiación de grado y de posgrado, la estimulación de becas de los últimos años en Argentina ha sido formidable. En un organismo como el Conicet, que en año 2002 tenía 1500, hoy hay 10 mil, un salto cuántico formidable. Por otra parte, las mujeres perdieron gran parte de las ataduras, de las resistencias (del medio, familiares…) para hacer carrera. Hay grandes cambios sociales, hay un aflojamiento enorme de lo que serían las ideologías retentivas, las simbologías retentivas de mujeres para sacarlas fuera de las carreras típicas universitarias. El aflojamiento es notable. Y desde luego, hay mejores oportunidades. Y mejores condiciones de posibilidad dadas por los débitos de género. Entonces las mujeres son más responsables, terminan más rápido, buscan experimentar algo reciente en nuestra sociedad: su autonomía. Ojo, muchas no entran en estos desafíos; inclusive tienen sus títulos universitarios y se repliegan. Hay un segmento importante de universitarias que no ejercen la profesión por costo de oportunidad, por ciertos mandatos sociales… Pero las que salen enriquecen los estándares muy altos de participación femenina en, digamos, la Biología Molecular. No así en las Exactas; Física es una carrera particularmente severa (se de lo que hablo: mi hija es física).

“Sin revolución doméstica, no hay gran revolución pública para las mujeres”, aseveraste en cierta ocasión ¿Seguís sosteniendo que la necesidad de compartir realmente la gerencia doméstica es una deuda pendiente insoslayable?

– Absolutamente. Los varones son mono-gerentes, gerentes muy específicos, mientras que la mujer gerencia todo: desde la vida doméstica hasta las oportunidades del gasto. Y si continúa siendo múltiple-gerente, hay un problema. Este es el dilema; una vieja verdad que permanece vigente. La cuestión es quién se hace cargo de la cotidianeidad reproductiva, y hoy podemos constatar que, con el alargamiento de la expectativa de vida, las mujeres están cuidando a cinco generaciones, lo cual tiene una incidencia enorme para minar carreras. Por eso, sin revolución doméstica, va a ser muy difícil, y eso se constata en las ciencias enormemente. Nunca me voy a olvidar de un caso, estando yo en Junta: una persona que fue presentada por Física con 50 años (es extraño presentar a alguien en carrera con esa edad, en esa disciplina). Muy admirada, pregunté a un coordinador del área qué había pasado, cuál fue su dificultad, por qué la doctora fulana de tal demoró tanto. Y él me contestó “Es muy complejo, pero es muy sencillo”: se había casado con un científico; y cuando el científico se fue a Hanover, ella fue a Hanover; cuando voló a Paris, ella a París; cuando estuvo en Harvard, ella a Harvard. Siempre postergando. Cada viaje de su marido, implicó que no pudiera tener continuidad. En una pareja de académicos, el imperativo de género existe: ¿quién se subordina a las hazañas de la construcción curricular? Pues, la mujer. El otro día me visitó una joven que, después de 15 años, logró obtener el título de historiadora, casada ella con un investigador del Conicet que hizo muy buena carrera. Vino y me dijo: “Se acabó; ahora que tengo mi título, hasta acá llegamos. Basta de narcisismo, es mi hora”. Porque el joven marido está invitado a ir a Europa por cuatro meses y ella quiere quedarse para construir su propia carrera, tras 20 años ayudándolo en la de él. Parece que se armó un lío bárbaro… Le dije: “La construcción de la geisha”, porque encima ¡es buena conversadora!”. Deberíamos estudiar estos ejemplos, mostrar que son abundantes, que evidentemente son una limitante para la vida de las científicas. Los varones son varones, sin importar el ascesis a formas más evolucionadas de su propia disciplina. Y generalmente ese comportamiento se repite. En las ciencias, hay mucha homogamia; eso también debemos contarlo. E investigar las conjeturas que hemos armado, muy reveladoras además de por qué las mujeres no están en cargos superiores del Conicet.

En tu opinión calificada y siendo historiadora, ¿coincidís con la corriente revisionista que busca reivindicar biografías de científicas olvidadas por ciencias duras y poner sobre el tapete sus logros y hallazgos? ¿Te parece una estrategia válida para atraer a más mujeres a estos campos?

– No, no me parece. Las mujeres no son tontas y no es por efecto retroactivo de biografías rotundas que van a acercarse a las ciencias. No adelanta mucho el efecto emular. En especial porque, por cada exitosa, hay una pérdida tremenda de tantas otras que han desistido; incluso en la carrera política. Es un poco pérfido eso, porque justamente es una y, en muchos casos, ni siquiera exitosa sino cuasi exitosa. Son exitosas ahora que las rescatamos… Sí creo en los efectos de la emulación, pero en otro orden: para el reconocimiento de los pares, dentro de la propia disciplina.  O para mostrarle a la misoginia testosterónica que hubo mujeres como Rosalind Franklin, que descubrió la doble hélice del ADN. No hay que mostrárselo a las mujeres sino a los varones; les puede mover un poco la sensibilidad. De todas formas, hay un fenómeno que no podemos desconocer: la forma patriarcal que adquieren ciertas científicas que llegan a determinados lugares. “Ahí hay una identificación con el agresor”, diría la fórmula psicoanalítica. Porque si le preguntás a una de estas mujeres si alguna vez fue discriminada, te va a jurar por los santos -en los que no cree- que no, nunca, jamás. Pero, a la hora de reflexionar sobre las condiciones de habilitación en la carrera, sí reconocen lo difícil que es llegar. Es una construcción antagónica.

¿A qué factores responde la negación de tantas mujeres a comprender las situaciones de desigualdad y, en esa línea, negar acérrimamente la importancia -y necesidad- del feminismo?

– Lo niegan porque piensan que toman partido, y se supone que la ciencia no toma partido. Es la persistencia del ideario positivista de ciencia neutral. Lo cual es curioso porque, a decir de ciertos autores, el laboratorio es 90% cultura. Ni siquiera los bichos que allí se estudian son naturales sino supercultivados… En general, el discurso científico -en el mundo- tiene mucha opacidad. Parece luminoso por los resultados que brinda, pero es opaco respecto a reflexiones sobre sus condiciones de posibilidad, sus alcances, etcétera. Hay cuestiones muy inconmovibles, muy apegadas a formulaciones positivistas -por más disensos que tenga la propia ciencia-.

¿Es posible que la aparente objetividad haya hecho perder de vista que cuantos más grupos societarios se incorporen a las ciencias, más serán las inquietudes, los hallazgos, las maneras de abarcar la materia de estudio?

– No me parece que esa sea la preocupación. Hay algo en el subsuelo, en el zócalo, que es la idea de pensar funciones, roles, esa cosa absurda. Es un zócalo del cual nadie puede huir. Y cuando se trata de los campos científicos, todavía es un problema de deslegitimidad. Todavía hay que hacer esfuerzos por legitimar. El inconveniente es el estereotipo profundo, un orden muy simbolizado. De allí que muchas mujeres no sean feministas, no suscriban a las vías de acción positiva, sean poco porosas a aceptar los puntos de vista de género. Les parece que eso es condescender a un plano muy subjetivo, de partidización -cuando la ciencia es una unidad insoslayable-. Estamos todavía lejos. No digo que no haya ideas que se modificaron; digo que nos merecemos una investigación.

A menudo destacas que la mejor manera de saldar cuestiones es con arremetidas de humor, explicando que -por ejemplo- a Simone de Beauvoir y Virginia Woolf les molestaba la crispación. En esa línea, Agnès Varda, otra feminista descollante, tiene una frase muy linda: “En materia de feminismo, hay que ser utópica, soñadora y optimista” ¿El sentido del humor, el buen temple, son instrumentos centrales en la lucha por la igualdad?

– El humor es una estrategia que uso mucho y puedo aseverar que no es una narrativa ineficaz. Para mí ha sido, y sigue siendo, enormemente poderoso. No te digo la cantidad de batallas que he ganado gracias al humor; muchas más que con estadísticas. El ceño fruncido, no; y menos cuando estás en estos sistemas donde la evaluación parece ser tan objetiva. Por suerte, tengo un genio muy positivo, y afortunadamente la paranoia no figura entre mis defectos. Soy spinoziana: para mí, conocer es un motivo de alegría; vivir es una situación de alegría; y obviamente, las sombras son las sombras… Después está mi educación protestante, que le debo a mi madre (con quien me peleaba mucho): el deber ser, sin importar cómo. Entonces las adversidades para mí son provocadoras, un desafío. De la hostilidad hago gesta positiva.

¿Cuáles son los riesgos del ceño fruncido?

– Poner en víctima al patriarcado, cuando lo que hay que hacer es mostrarle toda su masividad y las oportunidades extraordinarias que se ha perdido. En ocasiones, cuando doy clases, le recuerdo a los alumnos los sistemas de sensibilidad del siglo IXX y una frase significativa de Raymond Williams: “1850, momento en que brota lo mejor de la literatura inglesa. Año singular en que los hombres fueron obligados a no llorar en público”. Mitad del siglo IXX, consistente creación arquetípica del modelo patriarcal y un triunfo que, en verdad, es un triunfo pírrico. Hay que mostrarles eso, siendo conscientes de que las batallas se ganan con mucha habilidad, y que tiempo y espacio son fundamentales para el triunfo. A veces, hay que esperar un día más. Hay cuestiones que obviamente convergen bien porque hay un factoreo de contexto y, luego, hay cuestiones importantes como el marco legal. Y con el marco legal, hay poco que discutir, porque es el que pone freno al gigantismo patriarcal. También el empleo del lenguaje con acentos de género es imprescindible.

¿Es cierto que si no hubieras sido socióloga e historiadora, te hubiera gustado ser actriz?

– ¡Sí! Está claro, ¿no? (Risas). Actriz o bailarina de ballet. De hecho, hay una foto mía de chiquita donde estoy con un vestido de tutú, en pose; tendría 8, 9 años. Pero esa habilitación es tempranísima y no ocurrió. También hice mis pininos en teatro y me fue bastante bien, pero al momento de optar, me orienté hacia mi gran afición por las Ciencias Sociales. Además, en mi familia había una puesta intelectual muy alta. En ese punto, mi viejo era un profeminista extraordinario. Como él era director de escuela en La Pampa, donde vivíamos, recibía cajas y cajas de libros enviados por el Consejo Nacional de Educación (que todavía existía). Y no sabés el festín que era para mí cuando abrían esas cajas; ay, ese olor a papel… El olfato es muy primitivo, una sensación muy primaria, ligada a la emoción. En mi caso, asociado a libros ¡y a zapatos!, otra de mis aficiones (Risas).

¿Alguna actriz favorita?

– Ay, ¡qué difícil! Me sigue encantando Vivien Leigh como protagonista de Lo que el viento se llevó

No es una película muy feminista que digamos…

– (Risas) No, ¡es tremenda! Pero ella me fascinaba. Y, de las contemporáneas, Meryl Streep, soberbia señora. Esas son mis predilectas.

Durante la última dictadura militar, te exiliaste a Brasil (tu “tierra prometida”, como la has definido). Allí permaneciste durante casi ocho años y tuviste feliz encuentro con tres bastiones importantes que han definido tu vida: las feministas brasileras, Foucault y la Historia…

– Exactamente, son los tres bastiones. Lo he contado en varias oportunidades: una muchacha mineira, de clase media alta, fue asesinada por quien era su compañero, un señor muy burgués, en la zona de Buzios. Inmediatamente hubo una cadena muy grande de amigas y colegas mías, manifestándose contra la manera en que el derecho brasileño amparaba el cuasi derecho del marido de haberla matado, alegando que era legítima defensa a la honra, al honor. El caso me impactó; me hizo ver. Entonces, la información de feminismo fue de shock, de darse cuenta. Porque en Brasil, revisé todo: las posiciones ideológicas, las consignas libertarias… Respecto a Foucault, él había ido a Brasil y -aunque después pasó por el vaso comunicante tanto a la Filosofía como a la Historia- su primer impacto fue sobre la Psicología y la Psiquiatría Social. Me encantó. Finalmente, la tercera cuestión -la Historia- deriva obviamente del contexto de circunstancias que me llevaron a repensar qué nos había pasado en Argentina. Yo tenía por la Historia un viejo amor; incluso como estudiante de Sociología había cursado Historia Social General con José Luis Romero; extraordinario. Pero fue la pregunta obsesiva (¿Qué nos había pasado?) lo que emparentó más fuertemente esa asignatura y las urgencias del presente. Y haciendo ya la maestría, me entusiasmé discutiendo con un profesor muy estructurado en el orden del marxismo. El tipo sostenía que los sectores populares no habían amado la educación por una imposición burguesa, que lo que importaban eran las prácticas. Hice mi tesis de anarquismo desafiándolo, mostrando que esas necesidades, apetencias de mundos letrados habían sido la apertura hasta de un derecho, y de un derecho que era elemental. Ahí salió la tesis. Después, tomé como destino la Historia más que la Sociología…

Abarcando en tus libros y papers temas bien diversos: desde la educación hasta el erotismo, desde el sufragio femenino hasta la masonería, el divorcio, el socialismo…

– Sí, de hecho ahora voy a seguir trabajando erotismo. En breve sale un libro que hemos coordinado con dos queridas, Donna Guy y Adriana Valobra, que se llama Moralidades y conductas sexuales en Argentina (1880-2011). Tiene textos muy interesantes. Pero sobre todo, ¡hay mucha inmoralidad! (Risas)

Entrevista realizada por Guadalupe Treibel